Con motivo de tal efeméride, permitidme pues algunas reflexiones sobre la formación de la Nación española, entendida ésta como sujeto y objeto del Estado liberal español.
En esencia, este proceso revolucionario lo es en tanto que supone una intención de ruptura con el Antiguo Régimen, con el privilegio y los derechos feudales, declarando la soberanía de la Nación frente a la Monarquía. Así, la Nación no sólo es el sujeto encargado de la creación del nuevo Estado liberal español, sino que el objeto que precisamente pasa a constituir dicho Estado es la misma Nación.
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El Estado liberal nacionaliza la soberanía y todas aquellas actividades y realidades necesarias para su consecución, creando un mercado nacional, nacionalizando la tierra y consolidando una nueva clase de propietarios como protagonistas del proceso en tanto que “clase nacional”. Así, el Estado liberal y el concepto de nación española se sustentan en una clase de propietarios (de la tierra, principalmente), que da respuesta a las seculares aspiraciones sobre la propiedad de ésta, creándose fuertes antagonismos que afectan a todos los territorios de la monarquía: primero entre los señores feudales y el pueblo (por la abolición de los señoríos, durante las Cortes de Cádiz y el Trienio Liberal), y después entre los señores y la Nación (desde 1837, en el sentido en que la nación española se sustenta en una nación de propietarios).
Durante todo el proceso revolucionario, el concepto de nación, pues, no fue sino un medio para transformar las posesiones en manos muertas en bienes nacionales, con el fin último de privatizar tales bienes y crear y desarrollar esa clase de propietarios que es la base del Estado liberal. Así, en este proceso de nacionalización, las tierras se expropian y privatizan en todo en territorio, se subastan como “bienes nacionales”, y se adoptan otras diversas medidas con el fin de crear un espacio nacional que permita el desarrollo de un mercado de carácter capitalista: un mercado nacional en tanto que constituido de modo soberano por la nación creada, y que define la libertad como organización del sistema productivo y la igualdad de criterios para la circulación de intereses. En consonancia, pues, con el Estado liberal.
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Las diferencias ideológicas y los distintos posicionamientos frente a este ordenamiento centralista del poder parecen diluidos, en un primer momento, ante la inicial labor de abolir los poderes del Antiguo Régimen, uniéndose bajo una misma causa las clases burguesas, los nuevos propietarios y las esperanzas de las clases populares. Sin embargo, el dogmatismo centralista y el concepto restringido de nación que se impuso (varones adultos con derecho a voto, propietarios o con un mínimo elevado de renta), dieron pie tempranamente a las divergencias y a los modelos federalistas que, sin romper la unidad política y económica del modelo liberal, daban cobijo a todas aquellas aspiraciones no cumplidas.
Ante esta situación, los pronunciamientos locales que se produjeron a lo largo de todo el siglo XIX, se erigieron, paradójicamente, en defensa de cierto nacionalismo español inspirado en las ideas liberales, trascendiendo lo local y reclamándose legitimados en interés de la soberanía nacional. Así, esta autofundamentación de los pronunciamientos locales en lo nacional se debe a la tradición y el recuerdo de las Juntas y al interés de consolidar su apoyo por parte de una población que, tras la lucha contra la invasión napoleónica, ya tiene en gran medida asumida su pertenencia a la nación. Y esta conciencia nacional no hace sino aumentar con los movimientos de protesta de las clases populares contra las quintas y los consumos, apelando también a su carácter nacional, y con la labor de los intelectuales partícipes del proceso revolucionario.
A pesar de la conciencia nacional creada, los distintos intereses unidos antes contra el Antiguo Régimen en movimientos claramente antifeudales, se separaron inevitablemente ante un proyecto de Estado liberal que, si bien pudo crear dicha conciencia nacional, no supo (no pudo, o no quiso) dar respuesta a las aspiraciones de los distintos sectores que antes se aglutinaban bajo un mismo proyecto. Así se entienden la sublevación antiburguesa de los campesinos, las guerrillas carlistas (absolutistas) o las formas tempranas de republicanismo. Y aún así, las pretensiones nacionales de estos movimientos se mantuvieron.
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Con la Constitución de 1837 el proyecto de Estado liberal llega finalmente a su punto sin retorno, si bien a costa de fuertes recortes democráticos y abandonándose el espíritu de 1812. Sin realizarse el reparto de las tierras prometido, con el problema de la propiedad de las tierras relegado a los tribunales, y el beneficio incontestable de las “clases medias” ahora propietarias, las divisiones entorno a las medidas “nacionalizadoras” y centralizadoras parecen irreconciliables, pues la lucha no se dirige ya contra el sistema feudal. El pronunciamiento en 1840 a favor de Espartero y en contra de la regente María Cristina, protagonizado por los ayuntamientos de las capitales, reivindica, frente a un modelo que favorece a las clases propietarias, una auténtica democratización del Estado liberal, manteniendo su carácter nacional pero ahondando por primera vez en propuestas de soberanía federativa. Pero las nuevas aspiraciones sociales de carácter ahora territorial no fueron satisfechas por la regencia de Espartero y el modelo centralista jerarquizado del Estado se impuso definitivamente, abortando cualquier otra forma de organización nacional.
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El republicanismo federal adquiere, entonces, consistencia, adhiriéndose a éste los amplios sectores sociales que se ven decepcionados por el liberalismo progresista. En septiembre de 1868 el movimiento juntero, mediante sucesivos pronunciamientos, apuesta ahora, pues, por este federalismo, mayores índices de democracia y las medidas incumplidas que contemplaba la Constitución de 1812. Y una vez más las aspiraciones quedaron truncadas en la Constitución de 1869, en beneficio, una vez más, de la clase de propietarios, quienes dirigieron el proceso en cada una de las provincias.
Finalmente, el concepto de nación española se escindió definitivamente en el Sexenio Democrático, cuando la anterior unión de intereses se hizo inviable: las clases populares, sobre todo urbanas, reivindican una auténtica democracia, el reparto de la propiedad agraria, la retribución sobre la riqueza y rentas, el acceso a cargos públicos, y la distribución del poder entre los territorios. Estas aspiraciones serán recogidas durante la primera experiencia republicana del Estado español (1873-1874), siendo característico el fenómeno del cantonalismo, si bien se mantuvo en todo momento el ya consolidado concepto de nación: se pretendía esta organización del territorio para toda la ciudadanía española.
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En resumen, podemos constatar que el proyecto nacional español como soporte del Estado liberal respondía a los intereses de las emergentes “clases burguesas” locales que habitaban la heterogeneidad de territorios que conformaban la monarquía española, y que necesitaban transcenderse a lo nacional para poder dar respuesta a sus aspiraciones.
Sin embargo, pretender valorar y estudiar el proceso de creación de la nación española desde una perspectiva actual, con la diversidad de “nacionalismos” consolidados a lo largo del siglo XX, es hacer un flaco favor a los hechos y contenidos históricos desde la Constitución de 1812. Sin el proyecto nacionalista español, es posible que estos otros nacionalismos que nacieron bajo la consolidación del Estado liberal, hubiesen tenido un difícil desarrollo.