Atributo ineludible de la pornografía, lo obsceno es repetidamente vinculado a lo impúdico y disociado infaliblemente de lo erótico. Sin embargo, remitámonos a la etimología: obsceno se ha hecho derivar del latín ob scene > obscenus, que significa “lo que está fuera de la escena” y, por extensión, lo que ofende al pudor y no puede presentarse al público, lo que debe permanecer oculto, privado, nunca público ante la repugnancia que provoca en el espectador. Sin embargo, ¿se puede negar que es esa “repugnancia” lo que atrae a muchos individuos, bien libidinosamente, bien intelectualmente? ¿Acaso no ejerce una poderosa atracción lo prohibido y lo “pecaminoso”? ¿O hay que aceptar, lo que ya es común, que la pornografía es obscena y que obscenidad es indecencia sexual? En este segundo supuesto, nuevos interrogantes se nos revelan: ¿qué es la indecencia, y aún más, y sobre todo, qué supone la indecencia sexual? Si se mantiene un respeto a los principios de una moralidad considerada desde la perspectiva de la eticidad (en sentido hegeliano), si no se daña ninguno de esos principios establecidos por cada comunidad humana, ¿cómo puede decirse que la pornografía es indecencia? Ese respeto a la moral sexual, hija de los contenidos y estructuras políticas y sociales de cada cultura y Estado concreto, ¿en qué sentido específico hemos de entenderla? O para ser más concretos, si tanto se dice que lo obsceno es sucio, ¿quién define qué es sucio y qué limpio? ¿Qué es eso de suciedad?
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No puedo, pues, más que rebelarnos antes los detractores de la pornografía, que se mueven entorno a ideas confusas cuando no deliberadamente retorcidas y adaptadas a sus intenciones. Pero el problema es aún más complicado. El origen etimológico de la palabra pornografía (del griego porne, “prostitución, mujer pública”; y grapheis, “escribir, descripción”) justifica ampliamente la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española: “Tratado acerca de la prostitución”. Pero, ¿cuántas obras acusadas de pornográficas caben dentro de esta acepción? Probablemente, ninguna. Está claro, pues, cuánto se equivocan aquellos que llaman pornográfico a todo lo que trata abiertamente las cuestiones o las relaciones sexuales, cuya gradación es inmensa; llamar pornográfico a un mero encuentro sexual descrito sin omisión de detalles es confundir lamentablemente las cosas. ¿Y qué decir si aplicamos la segunda acepción que da el diccionario? “Carácter obsceno de obras literarias o artísticas”. Como ya hemos visto, lo peligroso es fijar la frontera, ese movedizo límite donde termina presumiblemente lo artístico y empieza (no menos presumiblemente) lo obsceno.
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Y, sin embargo, aún prevalece la idea de que, mientras el erotismo es elegante, seductor y sublime, la pornografía posee una naturaleza sórdida e injustificable, por pretendidamente obscena (siempre remitiéndonos a su significado amplio, nada que ver con la “prostitución”).
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No puedo más que reproducir las palabras de Théodore Schroeder, para quien la obscenidad no se encuentra en ningún libro ni representación alguna, sino que supone “una cualidad de la mente que lee o mira”, una cualidad de esa mirada que he denominado 'sensible' (pusilánime). La pornografía, pues, se halla así no tanto en las cualidades del objeto sobre el que se aplica como en la actitud de quien lo juzga; pues existen tantos tipos de obscenidades como hombres para calificarlos. Y aún se afirma, desde los cánones de nuestro mundo, que la pornografía no puede ser considerada como parte integrante de ninguna disciplina artística; constantemente se dice que representa el mal gusto cuando lo cierto es que no solo no se explia qué se entiende por tal cosa, sino que, además, a estas dos palabras se les otorga cualidades casi metafísicas al plantearlas como Ideas que gravitan por encima de una conciencia universal, de un sentido común invariable. Atribuir a un producto humano (película, libro, cuadro,…) los adjetivos de bondad o maldad del gusto no es sino volver a ese campo tan oscuro de las apreciaciones personales, que no se fundamentan en criterios estéticos objetivos sino en prejuicios de orden moralista entorno a la exposición y difusión de temáticas que, para miradas 'sensibles' y mojigatas, dañan la dignidad humana hasta deteriorarla.
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Y si reconocemos que el mal gusto existe (no queremos ponerlo en duda), no es menos cierto que sea necesario decir si es un “mal gusto” de uno o varios individuos, y cuáles son los criterios que hacen que lo malo sea desdeñable respecto a eso que se nos afirma como bueno.
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Concluyo reconociendo, ciertamente, que tanto pornografía como obscenidad pueden llegar a tener cierta sinonimia en el sentido de que son cosas que nadie quiera ver, o que son prácticamente desagradables. Y aunque la existencia de lo obsceno como categoría es innegable, aquello que se manifiesta como tal ante el espectador lo es siempre por provocativo, por atacar (deliberadamente, o no) la valores mediatizados y contextualizados de cada individuo, sociedad y cultura. Por lo tanto, el criterio de la obscenidad no puede ser sino subjetivo, pues nada es obsceno en sí, fuera del observador humano. Pornografía, erotismo, obscenidad, buen y mal gusto… términos relativos y, en ocasiones tan difusos que las diatribas en nombre de la moral (o algo semejante) impuesta por sectores interesados no son sino vulgares excusas con las que imponer un orden establecido de pareceres.
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Lamentable asociación de lo obsceno, pues, con el carácter intrínsecamente humano del sexo, el placer y la libido… Si hay algo realmente obsceno, no lo es nunca por cómo se representa el objeto en su obviedad (ni siquiera el qué en el caso del sexo explícito, la cópula o la masturbación), sino la apología de lo indefendible, la violencia sin sentido, los atentados directos contra la dignidad humana, la ausencia de diálogo, el recurso sistematizado de la fuerza en la mediación de conflictos, las políticas que no hacen sino acrecentar las desigualdades, las injusticias manifiestas y las silenciadas, … Todo ello obsceno por atentar contra una moral que, esta vez sí, posee pretensiones legítimas de universalidad por su “construcción” progresiva y dialógica.